Bania Luka, Capital de la República Serbia de Bosnia-Herzegovina, 18 de octubre del 2015. ¿Cuántas veces leí o escuché hablar de los Balcanes como una simple denominación de un mundo lejano? Hasta hace poco los Balcanes formaban parte de lo empíricamente imposible. Eran apenas una representación mental formada por algunos textos académicos ya olvidados o por haber visto en mi etapa de cinéfilo una incompleta filmografía del director serbio Emir Kusturica.
Después uno se levanta, se cambia, desayuna, guarda la carpa, arma la bicicleta con todos los bártulos, despide a la familia que lo recibió el día anterior y arranca a pedalear. Una rutina repetida cientos de veces. Casi una condena inexorable. La obligación de superar en cada mañana el ahogo del deber. Porque, además, si uno mirase el mapa con una conciencia real de las distancias o pensase seriamente en cuántas veces más deberá repetir aquel proceso diario para llegar al final del recorrido, caería en la cuenta de la ridiculez del asunto y la continuidad del proyecto peligraría. Es por eso que finalmente se acepta que no sirve de nada pensar en la meta última. Que mejor pensar en el día, en el ahora, en los 60 o 70 kilómetros que hay que superar hoy. O, a lo sumo, en alguna ciudad, algún atractivo natural importante o algún encuentro que sirva como destino final parcial y como motivación para seguir. Dividir, fragmentar. Deshacerse del deseo de mirar más allá. O como suelen decir los jugadores de fútbol cuando son interpelados por algún periodista que aún no ha perdido la esperanza de escuchar una respuesta diferente (y que siempre se desilusiona): «Nosotros ahora no pensamos en <X>. Primero tenemos que jugar el domingo que viene contra <Y>. Porque los campeonatos se ganan partido a partido». Básica pero efectiva filosofía futbolística.
La otra clave para no revolear la bicicleta por un acantilado cuando aún te quedan 20.000 kilómetros para pedalear sentado sobre un minúsculo asiento, es el sentimiento de fe en la fascinación. Ser un fervoroso devoto del camino. Algo así como una especie de religión de la aventura que ordena en su primer mandamiento: «No dejarás nunca de esperar sorpresas». O que en otro de sus libros podría aconsejar a sus fieles: «No caerás en depresiones ni tristezas por la nostalgia, ni serás vencido por el frío ni consternado por el aislamiento cultural, porque has elegido este camino y en él debes confiar».
Entonces, dos cosas: parcializar y esperar que algo suceda. Y algo más importante aún: la relación entre ambas partes. Una máxima que podría enunciarse así: la cantidad de episodios que pueden suceder en un día es directamente proporcional a la posibilidad de vivir conscientemente en el presente. Porque al final, tantas vueltas y sinónimos intentando esquivar esa frase y ahí está, simple e inevitable: vivir el presente.
Ese día, después de levantarnos, cambiarnos, desayunar, guardar la carpa, armar la bicicleta con todos los bártulos, despedirnos de la familia que nos recibió el día anterior y arrancar (uno de esos días como cualquier otro que uno anda pedaleando por los Balcanes pensando que ¡ahora sí! ¡ahora puedo ver que no es como en las películas de Kusturica!), uno se detiene atraído por la música y por el acontecimiento social. Mira con timidez desde el otro lado de la ruta y se mantiene lejos como expectante. Hasta que uno de los del casamiento se cruza. Se acerca con un vaso de alguna bebida súper hiper alcohólica para convidarte y te habla, y hablás, y nadie entiende nada, nada de nada. Pero igual con señas te invita a la fiesta y lo pensás un poco (no mucho) ¿y qué hacemos: vamos?
Ahora me pregunto qué hago yo metido en un casamiento serbio (en Bosnia), en el medio de todas estas personas totalmente desconocidas, vestido con ajustadas calzas de ciclista, con una bicicleta cargada hasta el espejo y sin comprender ni una palabra de todo lo que me preguntan. Porque si antes los Balcanes me parecían un mundo lejano e incomprensible, ahora apenas lo entiendo un poco más. Ahora sé que los serbios se casan en Bosnia-Herzegovina porque ahí viven, porque ahí estaban desde mucho antes que las guerras terminaran con Yugoslavia, y que por eso tienen su propia república dentro de un país que fue su enemigo. Pero también sé que por acá ya nadie quiere hablar de eso, y que es mejor seguir con lo del casamiento que recuerda más a la unión y al amor.
Después la novia y el novio comenzaron a caminar por el medio de la ruta con todos los invitados detrás, mientras un acordeonista le ponía música a la escena. La marcha duró lo que demoraron en llegar hasta el lugar escogido para cumplir con el ritual del casamiento: un bar, con mesa de billar, máquinas de casino y todo. Yo no pude evitar pensar que todo eso que veía y vivía era tan diferente a lo que estaba acostumbrado a ver y un poco parecido a las películas… No pude evitar sentir la emoción del devoto religioso que ve recompensado su sacrificio en su larga procesión. Y no pude dejar de creer que en esa larga procesión no hay una meta final: que lo que sólo hay es un profundo e infantil anhelo de encantamiento y una inquebrantable esperanza en el suceso sublime, casi surrealista. Y luego (ya luego) hay una dirección, una insistencia, una obstinación, y una rutina sostenida por la fe renovada al despertar cada día.